Para quienes habitamos en Bogotá y su Sabana, los Cerros Orientales son un referente geográfico ineludible. Aún se pueden escuchar expresiones como “subir”, refiriéndose a trasladarse en dirección a los cerros (hacia el oriente), o usarlos como brújula, pues si los miramos de frente, tendremos el norte a la izquierda y el sur a la derecha. Pero su presencia perenne nos hace a veces olvidar que tienen su propia historia, que está ligada a la de esta altiplanicie, a la de esta ciudad, a la nuestra. De sus entrañas ha salido el material con el que se han construido nuestros barrios y calles, con el que hemos cocinado y nos hemos calentado durante las frías noches sabaneras. Cientos de generaciones de pobladores han desempeñado esta ingrata labor de extracción, primero los indígenas bajo la figura colonial de “mita leñera” y de otras obligaciones tributarias, y luego sus herederos, en condiciones de trabajo que hoy en día serían bastante cuestionables. Su degradación fue tal que hace 100 años eran llamados coloquialmente los cerros pelados. Actualmente su capa vegetal se ha recuperado, la actividad extractiva casi ha desaparecido y se perfila como un destino ecológico para visitar los fines de semana; sin embargo otras amenazas continúan cerniéndose sobre ellos.
Todos los días en mi camino al trabajo observo los que en Bogotá llamamos Cerros Orientales, esa cadena montañosa que se levanta por el este cortando el paso de la planicie hacia las tierras bajas de los Llanos. Omnipresentes en el territorio desde antes de ser ciudad, desde antes de los primeros pobladores de la Sabana de Bogotá, desde antes de los mastodontes y los megaterios, y casi contemporáneos con el lago pleistocénico que cubrió con sus aguas este mismo espacio que hoy habito; pero a veces tan indiferentes para quienes transitamos esta gran urbe, pues a fuerza de estar siempre ahí, recortando el horizonte, nos terminamos olvidando de su existencia.
Y cada día, para el observador atento, parece que desplegaran semblantes diferentes (figura 1). Algunas veces están completamente ocultos por las masas de nubes que ascienden desde las tierras bajas, y podría uno imaginar que atrás de esas nubes simplemente se abre un amplio e infinito horizonte; otras veces están envueltos en una neblina apenas insinuada que nos recuerda que tras ella se extiende un inmenso páramo; según la cantidad de luz que se logre colar en medio de las nubes, pueden presentarse en tonos que varían desde el verde intenso que hace resaltar su cobertura vegetal hasta el negro, cuando el cielo cargado anuncia la lluvia inminente; y en los raros días de cielo despejado en esta Sabana de Bogotá, la intensidad de la luz es tal que parecieran portar una sutil y opaca capa azulada.
Fig. 1. Corredor de la Calle 26. Ejemplo de las diferentes vistas que pueden tener los Cerros Orientales. Fotos: Lorena Rodríguez Gallo, 2023.
Si bajamos un poco la mirada, vemos la ciudad casi atropellándose en el borde de su falda, como queriéndola escalar para conquistar todos sus contornos. En efecto, en los últimos años, la administración distrital ha tenido que hacer uso de diversos recursos administrativos no solo para evitar la completa urbanización de los Cerros sino para preservar lo que queda de su estructura ecológica, que aunque debería ser de bosque andino parece sacado de un cuadro europeo o australiano, con pinos, acacias y eucaliptos por doquier.
La segregación condenable a que ha sido sometida la población de la ciudad, entre el norte boyante y un sur empobrecido, se ha querido repetir sobre sus Cerros Orientales: predominando hacia el sur los barrios populares, que han crecido al mismo ritmo del desplazamiento forzado del país y la falta de oportunidades en las regiones, y al norte propiciándose la construcción de lujosas casas y condominios en medio de este bosque transformado, con maravillosas vistas a la ciudad y a su Sabana que se vislumbra en lontananza. Solo en 2021 se llevaron a cabo 127 operativos con los cuales se consiguió frenar 51 construcciones ilegales [1] y en 2022 se realizaron operativos de control sobre 30 viviendas ilegales. La mayoría de estas se encuentran ubicadas en la Reserva Forestal Bosque Oriental, especialmente en el área de influencia de la quebrada Rosales [2], que hace apenas 70 años era una cantera, y ahora es una reserva que busca preservar la conectividad del páramo de Sumapaz con los Cerros Orientales, la Reserva Thoman van der Hammen y el río Bogotá, y donde claramente está prohibido construir.
Pero la presión sobre los Cerros Orientales no es nueva. Desde el inicio de la invasión y colonización española en el territorio de la Sabana de Bogotá ha habido una fuerte presión sobre este espacio, para que de sus entrañas salga el tributo vegetal y mineral que sirvió y ha servido en el proceso de construcción y crecimiento de la ciudad. Muchas de sus casas, antiguas y modernas, así como sus avenidas pavimentadas y demás edificios, guardan en su interior alguna viga de madera, tejas, ladrillos, piedras y hasta pintura (cal) proveniente de allí. Pero también el suelo de la Sabana está cimentado en parte sobre depósitos de material (arenas y arcillas) que el cerro le tributó a esta cuenca lacustre en forma de sedimentos que se fueron depositando en el fondo del lago pleistocénico, y que contribuyeron a su desecamiento hace aproximadamente 25.000 años [3].
Fig. 2. Cerros de Monserrate y Guadalupe.
Henry Price. 1847. https://colecciones.banrepcultural.org/
Como resultado, podemos advertir en acuarelas del periodo Republicano, pero también en fotografías de fines del siglo XIX y de inicios del siglo XX, un patrón constante: la escasez de cobertura vegetal y por lo tanto el predominio del color amarillo en detrimento del verde en estos cerros (Fig. 2). Incluso, una imagen muy viva de esta situación nos la brinda en su autobiografía Luis María Mora, poeta bogotano poco recordado, que en 1923 escribía:
“Nací por el querer de Dios en esta vieja ciudad de Santa Fé de Bogotá, en donde quiera el cielo descansen mis huesos. Mi casa solariega […] queda en el cruzamiento de la carrera 5a con la calle 7a, número 71. Por el frente mira a los pelados cerros de Monserrate y Guadalupe, siempre queridos a los ojos de los bogotanos, y por su lado izquierdo se tropieza con el puente del Carmen […]”. (Luis María Mora, 1923). [4]
Fig. 3. Panorámica del Cerro de Monserrate y abajo la Quinta de Bolívar. (s.f.)
Museo de Bogotá.
La imagen de los cerros tutelares de Bogotá desprovistos de cobertura vegetal parece en este comentario de Mora un hecho dado, cotidiano y perenne, como si fuera su esencia el ser “pelados”.
Sin embargo en tiempos prehispánicos debió extenderse sobre su manto el bosque andino y de subpáramo, y un poco más al sur el bosque seco propio del ambiente subxerofítico. Pero esta situación cambió radicalmente con el arribo de Quesada y su hueste a este territorio. El mismo día en que pusieron pie en tierra por primera vez para cambiar de manera definitiva las formas de relacionarse con este territorio, debieron requerir leña para calentarse en la noche, luego vendría la necesidad de construir estructuras para el abrigo de animales y personas, hasta que la fundación de Santafé en 1538 requeriría ingentes cantidades de madera, pero también de arena, cal, piedra y arcilla extraídas de la montaña, para levantar de la tierra la ciudad colonial con sus casas a la española, bohíos indígenas, iglesias, conventos, puentes y demás equipamientos para la ciudad, además de la leña para cocinar las tres comidas diarias de una población blanca, mestiza, indígena y afrodescendiente en aumento.
Por ello, desde el inicio los indígenas fueron cargados con pesados tributos entre los que se incluía, la entrega de cargas de leña, tanto a los encomenderos, como a los curas y frailes que se ocupaban de su evangelización en los pueblos de la Sabana. Pero en este territorio sobraba el agua (cosa que incomodaba a los españoles) y escaseaba la madera (lo que también los perturbaba), pues solo se contaba con bosques en las pocas colinas que se levantan como islas en algunos puntos de la Sabana, y en la cadena montañosa del oriente, que a falta de imaginación, y de un mayor sentido de pertenencia, fue llamada “Cerros Orientales”. Así que los pueblos de indios que se localizaban en cercanías de estos lugares debieron afrontar el pago de este tributo adicional. Por ejemplo, en el proceso sobre la visita del oidor Gabriel de Carvajal al repartimiento de Bogotá en 1639, se hizo mención a un proceso anterior (de 1600) donde el oidor Diego Gómez de Mena ordenaba construir una zanja que protegiera al pueblo de Bogotá (hoy Funza) del constante ingreso del ganado, propiedad de los encomenderos; esta zanja debía tener tres puentes, uno de los cuales debía estar orientado hacia el camino de Chueca (en Facatativá), pues allí iban a buscar la leña los indígenas del resguardo de Bogotá.
Este tributo, que como señalamos, fue impuesto desde los primeros días de la invasión a la Sabana de Bogotá, en la forma de demoras como parte de los servicios personales de los indios a los españoles, se regularizó a partir de 1580 mediante una “mita leñera”, que buscaba garantizar el suministro permanente de Santafé.
Según esta, los indígenas que habitaran en cercanía de los Cerros, debían acarrear leña diariamente, como parte de la mita urbana. Carga tributaría que estuvo vigente, a pesar de las múltiples prohibiciones y regulaciones sobre tributación que se dieron durante el periodo Colonial, hasta mediados del siglo XVIII. Durante este periodo, más de 15 pueblos de indios acarrearon día a día madera para que el motor de la ciudad no se parara (Cavelier, 2006: 137). Entre ellas encontramos a los pueblos de Usaquén, Teusacá, Facatativá, Tunjuelo, Usme, Cota y Soacha.
Entre los datos más tempranos que ejemplifican la cantidad de madera (y por lo tanto el nivel de tala del bosque), que debían entregar los indígenas como tributo, están los que se derivan de la visita hecha por el oidor Francisco Briceño en 1555 al repartimiento de Cota, en el que se lee:
“Yten. Le daréis [al encomendero] en cada un año puestos en su casa cuatro maderos estantes y cuarenta estantillos y ochenta varas para hacer casa […] Yten. Le daréis cada día cuatro cargas de leña y cuatro de yerba de la medida y tamaño que os será señalado que es de vara y tres cuartos de gordor cada carga de la vara de esta ciudad” [5] […] Y porque el clérigo o religioso que os ha de doctrinar e instruir en las cosas de nuestra santa fe católica es justo que se le provea de comida y sustentación entre tanto que no hay diezmos de que se pueda sustentar, vos el dicho cacique e indios del dicho repartimiento daréis al dicho clérigo o religioso para cada mes cuatro anegas de maíz y cada semana diez aves […] y cada día un cantarillo de chicha y leña para quemar y hierba para su cabalgadura […]”. (Tomado de Olivos y Melo, 2006: 91-93).
Una disposición similar tomó Briceño en ese mismo año con relación a los indígenas de Guatavita, quienes debían entregar a su encomendero, según lo señalado por Fray Pedro de Aguado, “doce cargas diarias de leña y diez de hierba de la medida y tamaño que os será señalado, que es de vara y tres cuartos de gordo por cada carga, de la vara de esta ciudad”. Más adelante agrega que entre los mantenimientos que estaban obligados a entregar al cura doctrinero debía incluirse cada mes: “cuatro anegas de maíz y cada semana 10 aves […] y cada día una cántara de chicha y leña para quemar y hierba para su cabalgadura si la tuviera […]” (Aguado, Libro IV, Capítulo XIX).
Apenas un año antes, en 1554, una decisión de la Real Audiencia mostraba cómo los indígenas, debían también sostener a los corregidores, figura creada en aras de “proteger” a los nativos. A partir de ese año los repartimientos bajo control directo de la Corona: Fontibón, Guasca, Cajicá y Sogamoso, debían tener corregidores, a quienes los indígenas debían pagar su salario. En el caso del repartimiento de Fontibón, sus indígenas debían darle 50 pesos de buen oro, 100 anegas de maíz, 50 mantas, hierba y leña (citado en: Mejía, 2012: 206-207). Situación compleja de resolver, dado que los indígenas de Fontibón no tenían acceso a leña por ubicarse su repartimiento en plena planicie de la Sabana de Bogotá. Probablemente, como se ha referido para otros casos (ver en Langebaek, 1987: capítulo 11) debieron comprar la leña o adquirirla mediante intercambio, para poderla entregar al corregidor. Los indígenas de Usaquén también extraían leña y cal de los cerros contiguos para alimentar la demanda de Santafé (ver en Zambrano et al., 2000).
Esta situación se mantuvo a lo largo del periodo Colonial, y aunque la población indígena disminuyó significativamente, las cargas de leña seguían llegando a Santafé sin mayores perturbaciones. Según Cavelier (2006: 137), citando a Villamarín (1972: 520), para 1676 se entregó en Santafé el equivalente a 9.042 cargas de caballo, y en 1718 lo equivalente a 7.658 cargas.
Después de la independencia, cada familia de Bogotá y de los municipios de la Sabana debió arreglárselas para proveerse del necesario combustible de la época, comprando la leña en los mercados a lugareños que hicieron de la obtención de madera y carbón vegetal, en los ya diezmados bosques, una forma de vida y de obtención de ingresos para su subsistencia.
Durante su viaje a Colombia de 1868, Alphons Stübel adquirió una foto que es diciente del ejercicio de esta actividad, que se titula “Leñadores de Suba” (ver figura 4), donde se ve a una mujer y a un joven con sus respectivas cargas de madera, cortadas de manera regular, que por su dimensión probablemente estuvieran destinadas al uso en los hornos de leña. La carga debía tener unos 50 cm de ancho X 80 cm de alto, y como se muestra en la foto, aún para finales del siglo XIX esta actividad se hacía a través de cargadores que a pie llevaban su mercancía a los mercados locales.
Fig. 4. Leñadores de Suba. 1868.
Colección Alphons Stübel. Disponible en: https://ifl.wissensbank.com
En 1883 una descripción hecha por José M. Marroquín (acompañada de un grabado que se publicó al año siguiente), nos da una instantánea visual y descriptiva de las condiciones de trabajo de los leñadores (ver figura 5). Refiriéndose al ambiente cotidiano en el Puente del Común dice Marroquín que se acostumbraba ver grupos de indígenas que pasaban por ese punto con sus mercancías para vender, entre los cuales se encontraban los indígenas de Chía
“[…] que de los montes de la Hacienda de Yerbabuena bajaban sus tercios de leña como los bajan todavía. No solamente los habitantes de aquel pobladísimo distrito, sino los de una parte del de Cajicá, sacan de esos montes toda la leña que consumen; y como en cortarla y acarrearla se ejercitan los varones, las mujeres y los muchachos de ambos sexos, desde muy temprana edad, con ese ejercicio adquieren la robustez y las fuerzas que los hacen capaces de transportar desde la orilla del Magdalena hasta la sabana todas las mercancías […]. Esto no es extraño cuando hacen su aprendizaje cargando los adultos tercios de leña verde, de más de un estado de largo, y como 2 m de circunferencia […]. En cierta ocasión pesamos un tercio de leña que iba cargando una indiecita de 14 años, y hallamos que tenía 7 arrobas [87,5 k]”. (Marroquín, 1883) [6]
No deja de ser vergonzoso que para finales del siglo XIX buena parte del comercio del país se movilizara sobre la espalda de una población indígena, afrodescendiente y mestiza empobrecida, sin cambios a casi 400 años de la invasión española, y sin el más mínimo rubor por parte de la élite nacional, que en boca de Marroquín lo señala apenas como una curiosidad.
Fig. 5. El grabado “representa los indios de Chía y Cajicá, estacionados en el Puente del Común para vender la leña que sacan de los montes vecinos”.
Grabado por Greñas. Papel Periódico Ilustrado, 3 (62). 1884.
Liborio Zerda publicó también en el Papel Periódico Ilustrado [7], a partir de la fotografía de Racines y grabado de Flórez [8], una descripción de los habitantes de los Cerros Orientales que se dedicaban a este oficio (ver figura 6). Menciona Zerda en relación a la imagen, que se trataba de dos mestizos, habitantes de la parte alta de la Cordillera Oriental, que vendían leña y carbón vegetal, obtenidos de las montañas vecinas, aunque cada vez era más difícil conseguir el material para vender debido a “los desmontes constantes desde los tiempos de la Conquista; desmontes que hacen secar más y más las fuentes y han escaseado la leña propia para hacer carbón”.
Fig. 6. “Los leñadores (cercanías de Bogotá)”.
Fotografía de Racines. Grabado por Flórez. Papel Periódico Ilustrado 4 (84): 193. 1885.
En la segunda mitad del siglo XIX comienzan a aparecer fotos que muestran de forma clara, no solo a las personas que se encargaban de la labor de proveer de leña a la ciudad de Bogotá, sino que muestran el impacto que más de 300 años de explotación de madera y material de construcción habían producido sobre los Cerros Orientales. Por ejemplo, otra foto de la colección de Stübel (ver figura 7) logra entrar en la intimidad de las casas de los suburbios de Bogotá para ese entonces, y nos muestra un patio interior donde la madera es un elemento omnipresente, regalándonos una instantánea de cómo era de indispensable su uso para las diversas actividades cotidianas, ya que los diferentes grupos y tamaños de los cortes de la madera, muestran que cada uno estaba destinado para diferentes usos.
Fig. 7. Bogotá, noroeste. 1868.
Colección Alphons Stübel. Disponible en: https://ifl.wissensbank.com
Así mismo, las fotos panorámicas de la ciudad, tomadas en esta misma época y pertenecientes a la colección de este viajero (ver figuras 8, 9 y 10), permiten observar la magnitud de la deforestación, por lo menos en el sector del centro de la capital.
Fig. 8. El boquerón de Bogotá.
Colección Alphons Stübel. Disponible en: https://ifl.wissensbank.com
Fig. 9. Bogotá (vista hacia el suroriente)
Colección Alphons Stübel. Disponible en: https://ifl.wissensbank.com
Fig. 10. Lado noroeste de Bogotá y el Boquerón
Colección Alphons Stübel. Disponible en: https://ifl.wissensbank.com
La situación de deforestación y de ausencia de una política de arborización que fuera reponiendo los árboles talados, llevó, para inicios del siglo XX, a que se elevaran denuncias por la evidente disminución del cauce de las quebradas que descendían de los Cerros Orientales y por los deslizamientos e inundaciones descontroladas en la época de invierno. Un informe de la administración municipal, de 1922, señaló por ejemplo que el río Arzobispo había reducido su caudal hasta 6 litros por segundo, por lo cual se destinó un rubro adicional para la siembra de árboles en los Cerros Orientales, resultado de lo cual el río Arzobispo subió su caudal a 56 litros por segundo (Urrego, 1997: 89). Esto nos recuerda la estrecha relación entre la existencia de bosques y la presencia del agua y que la deforestación, además del daño ecológico en el bosque andino, implicaba riesgos constantes de deslizamientos, caída de material, derrumbes y disminución o desecamiento de sus quebradas.
José Royo y Gómez, en su informe geológico de 1949, señalaba la forma irresponsable (“indebidamente” dice él) en que se había vuelto a activar las canteras para explotación de piedra en los Cerros Orientales, especialmente desde la calle 45 al norte, lo que estaba generando una fuerte inestabilidad del terreno, con material suelto que era arrastrado por las lluvias. En un plano de 1942 (ver figura 11) junto con Hernando Parra mostraban la cantidad y variedad de explotaciones que para ese momento había en los Cerros Orientales: piedra en la zona más alta, areneras en su falda y explotación de arcillas sobre el borde de la ladera, en contacto con la planicie.
Fig. 11. “Plano de Bogotá con las explotaciones rocosas y las principales zonas de deslizamiento en 1942”.
Royo y Gómez y Hernández. Servicio Geológico Nacional, 1942.
A esto había que sumar la destrucción de su capa vegetal, no solo por la sobreexplotación secular, sino por la práctica, aún común para ese momento, de hacer quemas intencionales durante el verano, con el pretendido objetivo de atraer las lluvias (ver en Royo Gómez, 1949: 36). En ausencia de vegetación la erosión de los Cerros aumentaba y con ella, los riesgos de deslizamientos y derrumbes.
Fig. 12. Vistas de los Cerros Orientales en 1949.
Superior: “Panorama de Bogotá y su sierra desde la sabana en 1940. Los calveros de los cerros han aumentado desde entonces considerablemente [compárece con las figuras inferior centro e inferior derecha]”. Inferior izquierda.: “Cerro sobre la calle 45”. Inferior centro: “Una de tantas canteras de la sierra de Bogotá. Obsérvese la cantidad de material suelto que es arrastrado por las aguas de lluvia” . Inferior derecha: “El cerro de Monserrate con parte de sus calveros” .
Royo y Gómez. Servicio Geológico Nacional, 1949.
A partir de la década de 1960 un nuevo fenómeno comenzó a tener influencia sobre los Cerros: la acelerada urbanización de sus bordes, laderas y cumbres, especialmente hacia el suroriente. Esto obligó en muchos casos a frenar la actividad extractivista, pues la inestabilidad del terreno podría poner en riesgo la vida de quienes ahora habitaban sus contornos. Así, fue necesario escuchar la advertencia de José Royo y Gómez y de otros especialistas y redefinir el futuro de esta cadena montañosa.
En algunos casos, como se mencionó, se convertiría en el hogar de miles de personas que llegaron huyendo de la violencia del país y que encontraron en sus faldas el abrigo necesario para volver a comenzar. Pero también se debe tener en cuenta que a lo largo de la segunda mitad del siglo XX la madera dejó de ser una fuente de energía de primer orden, y por lo tanto la actividad de leñador también.
Poco a poco los Cerros fueron recuperando su cobertura vegetal. Pero aun así, no ha estado exenta de amenazas. Es cierto que en las últimas décadas se han llevado a cabo programas de reforestación pero privilegiando vegetación foránea como el pino y el eucalipto debido a su rápido crecimiento. Además, como lo dijimos al inicio, el crecimiento urbano de la ciudad sigue presionando sus laderas, paradójicamente, ahora bajo la premisa de vivir en un espacio privilegiado: en medio del bosque (apenas recientemente recuperado) pero dentro del perímetro urbano; con la vista a la ciudad y su Sabana, pero sin inmiscuirse en sus problemas.
Será necesario recordar siempre que la Sabana y los Cerros mantienen desde el Pleistoceno una relación de interdependencia. El piso que a diario pisamos en la planicie es sedimento arrastrado desde sus montañas circundantes y buena parte de las viviendas, calles y avenidas han sido construidas extrayendo de sus entrañas su materia prima.
Notas
[1] Recuperado de https://www.rcnradio.com/recomendado-del-editor/construcciones-ilegales-en-cerros-orientales-de-bogota-una-amenaza-que.
[3] Ver en Royo y Gómez (1949).
[4] Transcripción hecha por Daniela Meneses León, del manuscrito que reposa en el Archivo Histórico Central de la Universidad Nacional, sede Bogotá, del borrador para su obra “Croniquillas de mi ciudad”.
[5] Según Páez Courvel (1940: 136) una vara de la tierra equivalía a 89,57 cm.
[6] Marroquín, José Manuel. 1883. Papel Periódico Ilustrado, 2 (44): 317-318.
[7] Zerda, Liborio. 1885. “Los leñadores”. Papel Periódico Ilustrado, 4 (84): 194
[8] No hay información adicional sobre estos dos personajes más allá de sus apellidos.
Bibliografía
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Cavelier, Inés. 2006. Perspectivas culturales y cambios en el uso del paisaje. Sabana de Bogotá Colombia, siglos XVI y XVII. En: Francisco Valdez (Ed.). Agricultura ancestral, camellones y albarradas. Contexto social, usos y retos del pasado y del presente. Quito: Ediciones Abya-Yala, pp 128-141.
Langebaek, Carl. 1987. Mercados, poblamiento e integración étnica entre los Muiscas. Siglo XVI. Bogotá: Banco de la República.
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Royo y Gómez, José. 1949. Mapas geológicos de Bogotá y del centro y sur de su sabana y breve explicación. Servicio geológico nacional. Ministerio de minas y petróleos.
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