Durante miles de años, los patos silvestres fueron parte esencial del paisaje y de la dieta de los grupos indígenas de la Sabana de Bogotá, quienes los cazaban mediante tradicionales técnicas manuales. Sin embargo, desde la invasión europea, y en particular desde el siglo XIX, la introducción de las armas de fuego y el ejercicio de la caza como “deporte” de las élites bogotanas y sabaneras, aunado a la ampliación de la urbanización y la reducción de los hábitats silvestres (humedales), han propiciado la casi extinción de estas aves migratorias en la región.
A su arribo a la Sabana de Bogotá, en marzo de 1824, el diplomático inglés John Potter Hamilton describe un paisaje de cementeras de maíz e inmensos potreros donde abunda el ganado, pero le llaman especialmente la atención las “cantidades prodigiosas” de patos silvestres que ve volando en cercanías de un puente de piedra sobre el río Bogotá. Al respecto, acota que la cacería de patos “es un buen deporte en algunas de las lagunas de esta sabana”, y consigna observaciones sobre los métodos tradicionales que emplean los “indios” para cazarlos. Al escudriñar en fuentes históricas y arqueológicas, se puede advertir que estas aves fueron, durante siglos, parte del paisaje cotidiano de este encumbrado y anegadizo rincón de los Andes, pero hoy día son más bien una rareza, hasta el punto de que su eventual avistamiento se llega a registrar a veces como un hecho noticioso.
Debido a su ubicación geográfica, el territorio colombiano es un paso obligado para las aves migratorias que se desplazan regularmente por el continente –de norte a sur o viceversa–, en respuesta a fluctuaciones estacionales en la disponibilidad de alimentos, hábitat o el clima. Según datos del Instituto Humboldt (2017) de las 235 especies que se observan en la Sabana de Bogotá, al menos 46 son migratorias. Si bien estos datos corresponden al estudio en un solo un sector de la Sabana y durante cierto periodo del año, se podría suponer que en el pasado las cifras debieron ser superiores y que su disminución en las últimas décadas se debe a la creciente urbanización de la región y todas sus dinámicas asociadas (reducción de hábitats silvestres, aumento de población humana, contaminación, cacería, etc.).
Entre las aves migratorias en la Sabana de Bogotá destacan los patos (Anatidae), de los cuales, por lo menos hasta mediados del siglo XX, se identificaban al menos 9 especies: pato cucharo (Anas clypeata), pato careto o chisgo (Anas discors discors), pato pico de oro (Anas georgica), pato americano (Anas americana), pato turrio o canadiense (Nyroca affinis), pato colorado (Anas cyanoptera), pato golondrino (Anas tzitzihoa), y más ocasionalmente, el pato crestudo (Anas carunculata) y el pato negro (Nyroca erythrophthalma) (Borrero, 1944, 1945; Pinto, 2003).
Especies de patos reportados en la Sabana de Bogotá: 1. Careto o chisgo, 2. Cucharo, 3. Pico de oro, 4. Americano, 5. Negro, 6. Crestudo, 7. Turrio o canadiense, 8. Colorado y 9. Golondrino. Fotos: Wikimedia Commons (David Menke, Andreas Trepte, Brian Ralphs, Alan Wilson, Dick Daniels, Sandy Cole, Basar y J.M. Garg).
Estas aves se caracterizan por su gran adaptabilidad, capacidad de navegación y orientación. Prefieren habitar entornos acuáticos, por lo que luego de migrar miles de kilómetros, encuentran en los cuerpos de agua de la Sabana de Bogotá un lugar ideal para pasar temporadas, por lo general entre los meses de septiembre y abril. Aunque los patos pueden jactarse de ser de los pocos animales con capacidades para habitar y trasladarse a través de la tierra, el agua y el aire, siendo diestros nadadores y voladores, suelen ser presa fácil del ser humano, que los ha cazado desde tiempos inmemoriales.
Gracias a evidencias halladas en varios sitios arqueológicos de la Sabana de Bogotá, se sabe que los patos hacían parte de la dieta de los primeros pobladores, probablemente desde su arribo a esta región hace al menos 12.000 años. Aunque por sus características (tamaño y densidad) los restos óseos de aves suelen ser escasos en el registro arqueológico, se han hallado algunas muestras en sitios como Aguazuque en Soacha (Correal, 1990) o Galindo en Bojacá (Pinto, 2003), asociados a campamentos a cielo abierto de cazadores (y pescadores)-recolectores, que tenían como contexto ecológico remanentes lacustres aledaños a lagunas como La Herrera (Mifueguyasuca) o el río Bogotá, donde había una gran variedad de recursos para la subsistencia.
Restos óseos de patos, paisaje y excavación en el sitio arqueológico de Galindo, Bojacá. María Pinto Nolla, 2003.
Localización de algunos de los cuerpos de agua (donde se avistaban patos hasta mediados del siglo XX), y sitios arqueológicos en la Sabana de Bogotá referidos en este artículo . Dibujo de Diego Martínez Celis (2023). Base: arcgis.com
Desde los inicios de la invasión europea la profusión de patos en la Sabana llamó la atención de los extranjeros. En el Epítome de la conquista del Nuevo Reino de Granada (Anónimo, 1979 [1539]) se cita que “Aves ay pocas; tórtolas ay algunas; ánades de agua ay mediana copia dellas, que se crían en las lagunas que ay por allí munchas”. Ya entrada la Colonia, el cronista Basilio Vicente de Oviedo (1930 [1736]) comenta que “los patos que llaman caseros, los hay y se crían en todas partes, aunque no con tanta abundancia de los que se crían en ciénagas, lagunas y ríos; son tantos los que se producen que, aunque los tiradores de escopetas y los indios con sus industrias los matan a millares, se hallarán en todas partes a millonadas”.
Durante su estadía en Bogotá John Potter Hamilton, junto con otros extranjeros residentes en la Sabana, asistió a una partida de caza de patos silvestres cerca a Fontibón, donde en pocas horas “cobraron 40 piezas”. En su obra Viajes por el interior de las provincias de Colombia (1827) resalta la gran cantidad de ánades que se encontraban en la lagunas de la región, y sobre la manera en que las cazaban los “indios” anota:
“Las cazan con trampas y asimismo cogen los patos silvestres vadeando silenciosamente hasta cogerlos por el pescuezo en el agua. Las cabezas están cubiertas con una clase de penacho hecho de arbustos y cuando se hayan cerca del pato, lo tiran suavemente de las patas fuera del agua y los ponen dentro de un gran morral que llevan delante consigo. Penachos semejantes a los suyos se arrojan a flote para acostumbrar a los patos a la vista de ellos.” (Hamilton, 1955 [1827]).
Variaciones de dicha técnica también son mencionadas por el norteamericano John Steuart quien, en un viaje de regreso a Bogotá desde el Salto de Tequendama en 1836, describe que la vecindad de Soacha es “notable por sus bellos lagos” que “están llenos de patos y otra caza de agua”, y relata:
“Para el propósito de cazarlos, este pueblo es muy frecuentado por extranjeros; los nativos tienen poco o ningún gusto por esta recreación masculina. Los indios, sin embargo, toman la caza por un proceso diferente; por un día o dos ellos esparcen maíz sobre la superficie del agua para que la caza lo tome; al mismo tiempo que ponen a flotar un número grande de calabazas. Cuando ellos piensan que su caza está suficientemente acostumbrada a la vista de las calabazas, uno o más entran en el agua, después de haberla rociado abundantemente con maíz, y allí con sus cabezas escondidas bajo las calabazas, tranquilamente esperan el descenso de sus presas. Como el agua escogida para estos propósitos es generalmente un cuello conectando dos de estos pequeños lagos, es bastante vadeable, y entonces ellos están en capacidad de moverse entre la caza, la cual está ocupada en alimentarse, y capturan muchos al tomarlos rápidamente bajo el agua. Ellos tienen además otros varios métodos de cogerlos.” (Steuart, 1989[1838]).
De igual modo, Roberto Velandia (1980) comenta que los “indios” de la Laguna de la Herrera:
“vivían de la caza de patos, ingeniándose para cogerlos con un astuto método consistente en arrojar a su superficie totumos secos o calabazos que traían de sus tierras calientes, y cuando consideraban que los ánades estaban familiarizados con ellos se botaban al agua y nadando a volapié, confundidas sus cabezas con los calabazos, sigilosamente se les acercaban y agarrándolos de las patas los consumían”.
En contraste con la técnica indígena, manual y por subsistencia, desde la irrupción europea se introdujeron las armas de fuego, en particular las escopetas de perdigones que, desde el siglo XIX, fueron ganando popularidad para cazar patos, ya no tanto por necesidad como por entretenimiento, en especial de las élites de la región.
Una imagen única que ilustra la práctica recreativa de la cacería, es una acuarela del comerciante británico Joseph Brown, quien hacia 1830 plasma una escena de cacería de patos en la Sabana de Bogotá:
Caza de patos [en la Sabana de Bogotá]. Acuarela de Joseph Brown (ca. 1830)
En esta se pueden ver cuatro personajes caucásicos portando escopetas y parafernalia de caza (posiblemente el mismo Brown junto con otros de sus compatriotas), cazando a la manera inglesa, es decir elegantemente vestidos y acompañados por perros de caza (sabuesos). Además del paisaje típicamente sabanero y las profusas bandadas de aves que surcan el cielo, destacan tres nativos con ruanas y pantalones arremangados que seguramente les servían a los cazadores, al igual que sus perros, de “cobradores” o rescatadores de las presas, pues se puede advertir a uno de ellos sumergido hasta el pecho en medio del pantano.
Esta imagen, excepcional por su temática y por lo temprana dentro de la tradición de la pintura de tipos y costumbres en la Colombia recién independizada, es quizás también una de las más antiguas que retratan la Sabana de Bogotá, con sus extensos humedales y la sempiterna presencia de los cerros en el horizonte.
Detalles de la acuarela “Caza de patos [en la Sabana de Bogotá]” de Joseph Brown (ca. 1830). 1. Personaje de rasgos indígenas con indumentaria tradicional (ruana, sombrero de paja y una vara). 2. “Recogedor” de patos nativo, con ruana y sumergido hasta el pecho. 3. Posible autorretrato de Joseph Brown, con sombrero tipo “chistera” de ala ancha y chaqueta de cazador de corte inglés. 4. Perro “cobrador” (retriever) recuperando una presa recién cazada. 5. Bandadas de patos volando en diferentes direcciones. 6. Bolsillos del cazador con patos muertos.
Para inicios del siglo XX la cacería de patos ya hacía parte de las tradiciones de las élites bogotanas y sabaneras, así como de ilustres visitantes extranjeros, que dedicaban los fines de semana a la práctica del “deporte cinegético”.
En 1907, Miguel Abadía Méndez (quien dos décadas después sería presidente de Colombia) publica –bajo el seudónimo “Eustaquio Ballesteros Perdigón”–, un artículo en el semanario “Bogotá Ilustrado” donde con tono bastante anecdótico narra cómo se desarrolla una partida de caza en la laguna de La Herrera, gracias a la invitación que le hiciera el reputado Círculo de Cazadores de La Herrera. Abadía describe con lujo de detalles los modos y modas de los ilustres convidados que practican la “cacería de alta escuela”, exaltando la indumentaria y el refinamiento de sus practicantes, a quienes denomina “distinguidos sportmen”, así como la completa parafernalia, armas, botes, ayudantes (“recogedores”) y, en general, la esmerada organización de sus partidas de caza (que incluían transporte en automóvil, tren y carruaje de caballos, exquisitas viandas y albergue a orilla de la laguna). En contraste, Abadía señala, desde su perspectiva, las maneras “criminales” con que los nativos de la zona, conocidos como “los fetecuas”, llevaban a cabo la cacería:
“[Fetecua] es un apellido indígena de cazadores furtivos, nacidos y criados a orillas de la laguna de La Herrera, que han llegado a constituir una verdadera dinastía que de padres a hijos se transmiten el encargo de cazar los patos salvajes; pero a escondidas y en sitios vedados, tendiéndoles acechanzas previas, con alevosía, á traición, y sobreseguro, sorprendiendo a las aves en el agua, desprevenidas, indefensas y hasta dormidas, tirándoles con mampuesto, etc. es decir, con todas las circunstancias que según el Código Penal le dan a una muerte violenta el carácter de asesinato […] Los fetecuas agravan su delito con la saña que gastan, después de perpetrado el hecho, con los cadáveres de las víctimas llevándolas a vender a la plaza de mercado […] Por extensión se da el nombre de Fetecua a todo cazador que, sin tener el apellido de la familia, emplea, sin embargo los mismos procedimientos de ésta. (Nota suministrada por un cazador normal, atropellado en sus derechos por un Fetecua).” (Abadía Méndez, 1907 [1905], 1937) (N.A. El Resaltado es nuestro).
Diferentes momentos de una partida de caza de patos en la laguna de La Herrera. Miguel Abadía Méndez, 1905 (1907).
Diferentes momentos de una partida de caza de patos en la laguna de La Herrera. Miguel Abadía Méndez, 1905 (1937).
“Ocho escopetas: 573 patos”. Producto de una partida de caza de patos en la laguna de La Herrera. Miguel Abadía Méndez, 1905 (1937).
Paradójicamente, Abadía Méndez, que en este escrito confiesa su “poca o ninguna inclinación” al ejercicio de la caza, así como “grande ojeriza” (odio) a las armas, con los años llegó a convertirse en un reputado cazador, hasta el punto de que su imagen se configuró en un ícono popular en torno a esta práctica, tal y como lo evidencia una caricatura de Rendón que alude a los infames acontecimientos de la “masacre de las bananeras” en 1928, siendo Abadía el presidente de la República:
“La vuelta a la cacería”. Caricatura por Rendón. Periódico El Tiempo, 18 de diciembre de 1928.
La cacería como deporte de élite siguió siendo practicada en la Sabana de Bogotá hasta bien entrado el siglo XX, donde uno de sus últimos reductos fue el “Club de Caza y Pesca de La Herrera”, de cuyas prácticas se conservan algunas memorias entre los actuales habitantes de la zona:
“Cuando llegaban los barqueteros, los cazadores se paraban allá y ayudaban a espantar, se metían por Casablanca y espantaban todos los patos, todo lo que es pato, tinguas, todo eso y llegaban a los juncos, allá llegaban a los juncos y ellas se quedaban ahí y el cazador que hacía, estaba quieto con la escopeta listo a dispararles y había unas gentes, unos “recogedores” que llamábamos, recogían lo que era garza, tinguas, guacos, todo eso recogían […] cada uno tenía su pedacito para cazar. Todos allá tenían que tener su puesto y tenían que llegar ahí con su bote y empezaban a echar voladores para espantar a los patos… pero ellos no les disparaban al suelo, sino al aire. Y los que juntaban los patos, las garzas, tenían que estar atentos donde caían los animales para recogerlos y llevarlos a los cazadores”. (Susana Maldonado, comunicación personal, en Martínez et al. 2022).
“Yo de niño iba por allá a cazar. En esa época esa laguna era del Club de Cazadores, […] iban a cazar patos y toda esa vaina… y tenían sus ayudantes para recogerlos y toda es vaina, ahora ya no es del Club de Cazadores, ahora es privada, la pusieron privada, ya no puede uno ir a cazar curí, porque lo joden, prohibida la cacería. Ese club lo quitaron hace como treinta y cinco años” (Arturo Romero, comunicación personal, en Martínez et al. 2022).
“Entraban con escopeta y todo para hacer sus cacerías, mataban pato, mataban guacos, curíes, sacaban pescado.... Pero antiguamente no prohibían la cacería de nada, porque la laguna era limpiecita, sumercé entraba y era una bendición, como el río, el río era limpio, todo el río, no como ahora que está todo contaminado, que ahora es solo barbasco, eso no existía...”. Susana Maldonado, habitante de Mosquera (Martínez et al, 2022).
En un reciente proyecto artístico desarrollado por Nicolás Wills López (2021), el escultor y ceramista explora la práctica de la cacería de patos en la Sabana de Bogotá, a la luz de las memorias y herencias de su abuelo paterno, de quien conserva diversos objetos de parafernalia y memorabilia asociada a la caza (escopetas, cartuchos, señuelos, silbatos, especímenes de patos disecados, cuadros, vasos, portavasos, individuales y porcelanas).
Parafernalia y memorabilia asociada a la cacería de patos. Archivo y fotografías, cortesía de Nicolás Wills lópez (2021).
Al respecto de las técnicas de caza que se practicaban hacia la década de 1940, Wills López comenta:
“[…] varios grupos de cazadores se estacionaban en lugares estratégicos adyacentes a lagunas de los humedales de la Sabana, esperando en silencio el sonido de la explosión de un volador que daba inicio a la caza. Asustados por el ruido de la pólvora (y de los cartuchos), los patos salían volando de una laguna a otra procurando escapar, sin mucho éxito, de los disparos de los cazadores. A los patos solo se les podía disparar cuando estaban en el aire, y era el trabajo de los perros (o a veces de los niños) ir a buscar a los caídos entre los buchones. Al final de la jornada se amontonaban a las presas en atados o racimos que se sujetaban con cordeles de cuero alrededor de sus cuellos, como ahorcados […]”. (Wills López, 2021).
Escena de caza en la laguna Cortés (Bojacá). Arturo Wills (centro). ca. Década de 1940. Cortesía de Nicolás Wills López.
Es precisamente esta disposición de los patos muertos, a manera de “racimos”, la que impacta e inspira a Nicolás Wills López a crear en su taller una serie de piezas de cerámica que las representan:
“[…] hornearlos [a los patos de cerámica] a mil doscientos grados reforzaba esta paradoja entre darles vida, pero simultáneamente asarlos, rostizarlos. Rápidamente el taller se llenó de muerte, de patos y más pat(h)os, que rápidamente llenaron las mesas del estudio. Esta acumulación de presas me generó cierta tristeza y desolación por el hecho de estar rodeado de tanta muerte en medio, además, de una pandemia. Sin embargo, también encontré en ellos una fuerza extraña, diferente. Tal vez ese guiño generacional que estaba buscando y que hallé en medio de esta matazón. Este paisaje de aves muertas me convertía en cazador, me otorgaba ese poder y esa fuerza que se siente al ser parte de una tradición, pero con la fortuna de no tener que derramar sangre animal”. (Wills López, 2021).
“Cacería de patos en la Sabana de Bogotá o cómo logré recordar a mi abuelo”. Cerámica, porcelana y cuero (2020). Proceso y obra terminada. Nicolás Wills López, 2021.
Desde la década de 1980, y debido a diferentes factores, comienza el declive de la cacería deportiva de patos en la Sabana de Bogotá. Las razones pueden ser diversas: por un lado, por sustracción de materia, es decir, que es probable que la caza continua y creciente durante siglos, así como la crisis climática mundial, haya diezmado naturalmente a las poblaciones de ánades; pero por otro, el paulatino crecimiento urbano provocó la reducción de los humedales, sus espejos de agua y las áreas inundables estacionales que, históricamente, les servían de hábitat, lo que acabó por reducir su número y frecuencia de visita. Al mismo tiempo, la legislación relativa a la caza deportiva en el país se fue endureciendo, pues se pasó de regularla (Decreto 2811 de 1974) a prohibirla parcialmente (Ley 84 de 1989), pero sería solo hasta 2019 que la Corte Constitucional emitiría un fallo que la prohibió completamente, por considerarla una práctica contraria a la protección de los animales. En la Sentencia C-045/2019, emitida por la Sala Plena de la Corte Constitucional, se señala:
“el sacrificio de la vida de un ser vivo por el hombre es una forma extrema de maltrato en cuanto elimina su existencia misma y es un acto de aniquilamiento. Cuando es injustificada, la muerte de un animal es un acto de crueldad pues supone entender que el animal es exclusivamente un recurso disponible para el ser humano. La caza deportiva, en fin, es un acto dañino en cuanto está dirigida a la captura de animales silvestres, ya sea dándoles muerte, mutilándolos o atrapándolos vivos.”
Mas allá de lo que dicten las leyes humanas, y a la luz de estos breves apuntes históricos sobre los patos en la Sabana de Bogotá, se podría afirmar que la inexorable ley es la que termina sentenciando la naturaleza. La constante y creciente presión que el ser humano ha ejercido sobre el ambiente y las especies salvajes, está causando la inestabilidad ecológica y el cambio climático a nivel planetario. A pesar de que durante milenios los grupos indígenas usufructuaron a los patos como un recurso de subsistencia, en la región siempre fueron abundantes, pero solo en los últimos siglos, incluso décadas, es que empezaron a desaparecer hasta casi su extinción.
No poco es lo que va de las prácticas de cacería de los “indios fetecuas” a las de los “Sportmen”. Los primeros, motivados por su necesidad de subsistencia, desarrollaron técnicas manuales que no implicaban mayor presión sobre las poblaciones de aves, las cuales encontraron en los humedales de la Sabana el ambiente propicio para habitar y prosperar. En contraste, la cacería deportiva, con armas de fuego, por recreación y como símbolo de prestigio de las élites de “cachacos” y visitantes extranjeros, aceleró exponencialmente su reducción, pues en una sola partida de caza, ejercida por una decena de practicantes, se podía llegar a matar cientos, incluso miles de indefensas ánades. En este escenario, y parafraseando a Abadía Méndez, entonces ¿quién llevaba a cabo las verdaderas prácticas “criminales”?
A los actuales habitantes de la Sabana nos costaría mucho imaginar lo que habría sido su espectacular paisaje con un cielo pletórico de bandadas de miles de patos, vistos a contraluz al atardecer del “sol de los venados”, cuyo graznar solo habría competido en omnipresencia con el croar nocturno de las ranas. ¿Lo hemos perdido para siempre? Quizás no del todo. Durante la Pandemia, el avistamiento de un ejemplar de pato turrio llamó la atención de los medios de comunicación [1], y hay indicios de que en algunos humedales que se están recuperando son cada vez más frecuentes [2]. Aunque es improbable que, mientras continue el avance de la urbanización –y de todos sus efectos– sobre la Sabana, volvamos a verlos tal y como lo hicieron nuestros antepasados indígenas (que los llamaban sumne [3]).
Quizás, como todo lo pasado, terminen solo siendo piezas de museo o parte de las leyendas y de las apariciones fantásticas de alucinantes testigos que declaran seguirlos viendo, en especial en semana santa, convertidos en oro e indicando donde se encuentra la “guaca” [4], sin advertir que a la hora de la verdad, parte del “tesoro” de este territorio que los europeos alucinaron como “El dorado”, son los mismos patos, no los de oro, sino los vivos, los mismos que graznan, caminan, nadan, y para colmo, vuelan.
Pato colorado disecado. Museo de La Salle, Bogotá. Diego Martínez Celis, 2022
Notas
[1] “¡Qué espectáculo! un pato turrio es avistado en el humedal La Conejera de Bogotá”. https://bogota.gov.co/mi-ciudad/ambiente/avistamiento-de-pato-turrio-en-el-humedal-la-conejera-en-bogota.
[2] “En video. Regalos de la cuarentena: Un pato de pico azul en la hora del baño”. https://www.semana.com/medio-ambiente/articulo/la-belleza-de-las-aves-de-los-humedales-sigue-sorprendiendo-en-la-cuarentena/52883/
[3] Ver en Muysc cubun: http://muysca.cubun.org/sumne
[4] En la tradición oral de la sabana de Bogotá es recurrente la mención de patos de oro que, a manera de “encantos” aparecen en lagunas o indicando la localización de tesoros indígenas o “guacas” Ver: http://www.luguiva.net/invitados/subIndice.aspx?id=28
Referencias bibliográficas
Abadía Méndez, Miguel (seud. Eustaquio Ballesteros Perdigón). “Una partida de Caza”, en Bogotá Ilustrado. Serie 1ª. No. 5. Imprenta Eléctrica. Bogotá, marzo de 1907.
Abadía Méndez, Miguel. “Una partida de Caza”, en Revista del Colegio Mayor del Rosario, vol. 32 No. 314. Bogotá, 1937.
Anónimo. “Epítome de la conquista del Nuevo Reino de Granada”. En Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco República, Vol. 16 Núm. 03. Bogotá, 1979 [1539].
Borrero, José Ignacio. “Tres patos ocasionales en la Sabana de Bogotá y la laguna de Fúquene”. En Caldasia, vol.III, No. 12. octubre de 1944.
– “Aves migratorias en la Sabana de Bogotá”. En Caldasia, vol. III, No. 14. septiembre de 1945.
Brown, Joseph. Tipos y costumbres de la Nueva Granada. La colección de pinturas formada en Colombia por Joseph Brown entre 1825 y 1841 y el diario de su excursión a Girón, 1834. Editado por Malcom Deas, Efraín Sánchez y Aida Martínez. Fondo Cultural Cafetero. Bogotá, 1989.
Correal Urrego, Gonzalo. Aguazuque: Evidencias de Cazadores, Recolectores y Plantadores en la Altiplanicie de la Cordillera Oriental. Fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales. Bogotá, 1990.
Hamilton, John Potter. Viajes por el interior de las provincias de Colombia. Vol. I. II vols. Archivo de la Economía Nacional 15. Imprenta del Banco de la República. Bogotá, 1955[1827].
Instituto Humboldt. Las aves de la sabana de Bogotá. En Biodiversidad (2017): http://reporte.humboldt.org.co/biodiversidad/2017/cap3/304/#seccion12 .
Martínez Celis, Diego, Argüello García, Pedro María, Rodríguez Larrota, Mario, Prieto Gaona, Rocío, Durán Calderón, Sandra Marcela y Rincón, José. Plan de Manejo Arqueológico del Sitio con Arte Rupestre de las Rocas de Usca (Vereda Balsillas, Mosquera). Fundación Erigaie, Alcaldía de Mosquera. Bogotá y Mosquera, 2022.
Pinto Nolla, María. Galindo, un sitio a cielo abierto de cazadores-recolectores en la Sabana de Bogotá (Colombia). Fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales, Banco de la República. Bogotá, 2003.
Steuart, John. Narración de una expedición a la capital de la Nueva Granada y residencia allí de once meses (Bogotá en 1836-37). Tercer Mundo Editores, Academia de Historia de Bogotá, 1989 [1838].
Velandia, Roberto. Enciclopedia Histórica de Cundinamarca. Tomo III. Biblioteca de autores cundinamarqueses, Cooperativa Nal. de Artes Gráficas. Bogotá, 1980.
Vicente de Oviedo, Basilio. Cualidades y riquezas del Nuevo Reino de Granada. Prólogo, por Luis Augusto Cuervo. Serie: Biblioteca de historia nacional, Academia Colombiana de Historia: 45. Imprenta Nacional. Bogotá,1930.
Wills López, Nicolás. Sobre Cacería. Proyecto ganador de los Estímulos a estudiantes de posgrado 2020-21, otorgados por el Centro de Investigación y Creación (CIC) y la Escuela de Posgrados de la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de los Andes. Bogotá, 2021.
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